En estos días de necesario confinamiento ante la amenaza
que supone el COVID-19 por el bien superior de preservar la salud de nuestra
población, quizá sea fructífero el tomar un momento de sosiego que no permite
el diario ajetreo de nuestras vidas, leer y reflexionar sobre algunos posicionamientos
conceptuales personales y profesionales en el ámbito de nuestros museos con
este tiempo de enclaustramiento sobrevenido. En previsión del inevitable confinamiento, me
pertreché con la última publicación del historiador del arte y periodista por
cuenta propia Peio H. Riaño: Las
invisibles. ¿Por qué el Museo del Prado ignora a las mujeres? (Madrid,
2020), dentro de la línea de investigación sobre género en el marco de las
colecciones museísticas que desde hace más de una década compartimos. Por otro lado, el pasado
8 de marzo mis compañeras del Museo de Bellas Artes de Sevilla pusieron en
marcha una magnífica iniciativa pública que pretendió trasladar a la sociedad
las investigaciones que llevan a cabo en torno a la identificación femenina en
todas aquellas composiciones en que se desconoce su identidad, en línea convergente con la que estoy empeñado en concluir sobre los fondos artísticos del Museo de Málaga, presentándoles
hoy un botón de muestra de cuáles están siendo sus resultados.
De acuerdo con los desvelos asumidos por mis colegas
del Museo Nacional del Prado, lo que demuestra la globalización de este necesario enfoque feminista, hoy nos resulta inaceptable la presentación de
obras con el lacónico apelativo de retrato de señora, dama, joven o mujer, sobre
todo si tenemos en cuenta que es mucho más habitual que en los casos de retratos
masculinos. En ellos, o se ha conservado la identificación del modelo o bien se
ha podido deducir por los códigos de representación empleados, con los atributos
propios de su función social mediante la identificación de uniformes, signos de carácter
profesional o públicas condecoraciones y reconocimientos, no siendo lo
habitual en la representación femenina más allá de soberanas, aristócratas o
religiosas. Al quedar reducido el papel social femenino a la esfera de lo
doméstico, la representación ha sido más lacónica en el empleo de elementos que
nos permitan rastrearlas en la historia y más estereotipada en atuendos,
aspecto físico y poses en cumplimiento de aquellas virtudes físicas y morales con las que era conveniente presentarlas.
Más allá de definirse por el estilo histórico-artístico
de su representación, su ubicación geográfica si pudiera deducirse, la
extracción social de la modelo o la moda a la que responda su atuendo, escasos son
los datos que nos suministran los artistas para identificarlas.
Por ello, resulta mucho más complejo el llegar a identificarlas
en el marco de la investigación museológica e histórico-artística, aunque el resultado
como se deduce sea más reconfortante, y si repasan algunas de las entradas antiguas de este blog obtendrán más muestras de ello.
Durante años, la
obra que aquí nos ocupa se presentaba y se aludía a ella en la documentación
museística como “Retrato de señora”, uno de los más habituales apelativos
resultante de combinar la edad de la modelo, con la clase social a la que parece
pertenecer, en una suerte de condescendencia galante entre una despectiva
“Vieja friendo huevos” velazqueña y una elegante “Dama del armiño” de Da Vinci.
No obstante, ya existían datos suficientes para identificar a la modelo, pues
la obra fue donada en 1947 al Museo Nacional de Arte Moderno por Carmen
González Álvarez en cumplimiento de los póstumos deseos de su esposo, Rafael de
Vargas Semprún, quien quiso legar para el disfrute público la pareja de
retratos de sus padres, obras del pintor Emilio Sala Francés (Alcoy, Alicante,
1850 – Madrid, 1910). Precisamente, sabíamos que la dama representada era María
Semprún de Vargas por la dedicatoria con la que el pintor firmó, en señal de
entrañable afecto, el retrato compañero de su esposo. Los cuadros pasaron a
propiedad del Museo Nacional del Prado, que los depositó conjuntamente en el Museo de Málaga
en virtud de la Orden Ministerial de 15 de junio de 1961 para completar la
instalación de las salas dedicadas a la pintura española del siglo XIX en el
Palacio de Buenavista, continuando unida la pareja. En 1997 se trasladaron a
los almacenes instalados en la Aduana, procediendo su titular un año después al
levantamiento definitivo de su depósito. Tras dos décadas, el retrato femenino
volvió a depositarse en el Museo de Málaga, ya en solitario, donde se exhibe de
forma permanente desde su reapertura en 2016.
Retrato de Rafael de Vargas y de Oviedo [c. 1900-1905], Emilio Sala Francés. Óleo sobre lienzo, 75,00
x 58,00 cm.
Museo Nacional del Prado
© P-07582, Museo
Nacional del Prado
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Una feliz
circunstancia nos puso en contacto telefónico con el bisnieto de la modelo en
el año 2010, Pelayo Jardón, quien nos confirmó que se trataba de la madre de su
abuelo materno Rafael de Vargas Semprún, interesándose por el destino de las obras.
Así, nos confirmó que se trata de María Semprún y Pombo, nacida en Valladolid
el 24 de octubre de 1860, fruto del matrimonio del senador José María Semprún y
Álvarez de Velasco y de Carmen Pombo Fernández de Bustamante, perteneciente a
una familia de la alta burguesía vallisoletana con tintes aristocráticos por
línea materna. Contrajo matrimonio con el sevillano Rafael de Vargas y de
Oviedo, coronel de artillería, que falleció pocos años después de realizado su
retrato y a quien sobrevivió su longeva esposa treinta años.
Ambos retratos
muestran un evidente distanciamiento respecto a la representación de sus
modelos, mucho más distendido en el masculino, donde Emilio Sala intentó captar
el simpático carácter de quien renuncia a las pompas militares para su retrato.
El señor Vargas aparece de medio cuerpo en actitud coqueta y distendida,
mirándonos directamente a los ojos con cierta socarronería cómplice mientras
sostiene en su mano derecha un humeante cigarrillo finamente emboquillado, que
ha congelado en sus labios un gesto histriónico. Por el contrario, el retrato
de María Semprún, de dimensiones algo superiores al anterior, presenta a la
modelo menos cordial y más arropada por los elementos propios de su alta
distinción social. Quizá la explicación se deba a que fue posiblemente María Semprún quien encargó
directamente su retrato a Emilio Sala, disponiendo milimétricamente cómo
deseaba ser presentada, mientras que el retrato masculino fue ejecutado como
obsequio a su buena amiga por el pintor alcoyano, a quien pretendió agradar
tanto en la concepción amable de la figura del esposo como en la afectuosa
dedicatoria con la que acompañó su firma: A
Dª María Semprun de Vargas, / su affmo. amigo Emilio Sala. En este sentido,
podríamos calificar como una excepción la forma de presentar una pareja de
retratos en los que toda la gracia y donosura esté en el varón y el carácter
fuerte y enérgicamente decidido sea femenino.
Retratos de Rafael de Vargas y María Semprún de Emilio Sala Francés, depositados juntos en
el Museo de Málaga
desde 1961 hasta 1998
© P-07582 y P-07546,
Museo Nacional del Prado
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Emilio Sala
asumió el presente encargo en el último período de su vida, donde el primer
estilo de secos retratos realistas, muy influido por el dibujo riguroso y la
paleta parduzca de Eduardo Rosales, se torna amable en la asunción de un estilo
más preciosista y decorativo propio de la plástica finisecular, inmersa entre
el luminismo levantino triunfante y los modernismos catalanes en boga.
Especialmente presente en sus retratos femeninos está la asunción de las
fórmulas de triunfo de Mariano Fortuny, especialmente analizadas por Carlos Reyero
(Madrid, 2017), para quien el pintor catalán estableció todo un modelo de
feminidad en los retratos más de moda a caballo entre ambos siglos. El retrato en tres
cuartos de María Semprún combina la pincelada suelta y la clara paleta de este
período, con la captación sicológica del carácter de su modelo. Como en el caso
del retrato de Rafael de Vargas, Emilio Sala opta por un fondo neutro sobre el
que recortar las figuras, aunque no resulte un telón de fondo oscuro como en
sus primeros retratos de juventud. No obstante, mientras que suponemos la pose
inestable del retrato masculino, posiblemente acodado sobre una de sus piernas flexionada sobre algún elemento mobiliario que desconocemos,
pues todo se encuentra fuera de plano, María Semprún se presenta reciamente
sentada sobre un cómodo diván, del que observamos dos mullidos almohadones con alegre
decoración floral.
Sala nos presenta a
María Semprún y Pombo en los preliminares de algún acto social en el que
brillará por su refinado atuendo a la francesa, con amplio vestido negro,
animado por un generoso escote, que la modesta modelo disimula con amplio prendedor
floral. El cuello, donde se aprecian ya los efectos de una larga vida de
comodidades, se engalana con una amplia gargantilla en cuello de cisne de
brillantes y perlas, sobre el que se ofrece el rostro maquillado de la modelo,
con el pelo en amplio recogido como corresponde al gusto en peluquería para las
mujeres de su edad, que sin embargo remata en un juvenil prendido a la moda de
oscuras plumas embridadas en su base por amplios adornos florales en raso
salmón. La pretensión de una pose casual nos la ofrece el amplio abrigo con el
que saldrá a tomar la berlina que la conduzca al teatro, casino o residencia
de amistades para la que se ha arreglado, con amplias mangas de jamón, solapas con ribete
negro y prendedores en lazo y, finalmente, una pequeña torera con los ribetes y cuello en piel, en correspondencia
con los extremos de sus mangas. El pálido azul del abrigo anima el oscuro fondo
del vestido, muy en la línea de la paleta de colores que dominaba estas composiciones
femeninas, al que añade distinción de clase las manos enguantadas y el abanico
isabelino, que se encuentra aún cerrado en una de sus manos. Todo el atrezzo necesario al rígido estereotipo
decimonónico de una mujer madura, burguesa y casada en el juego social de
la época en la que le correspondió vivir.
Sin embargo, una
sola nota parece discordante en esta sinfonía de formas y colores, la dura
mirada que nos sostiene María Semprún desde su estrado, en ausencia de una pose
que agrade o pretenda ser empática con el espectador. En este sentido, la
declaración de los familiares nos confirmaron su fuerte carácter, tal y como la
representó Emilio Sala, el de una mujer que no se amedrentó ante ninguna circunstancia con la
que se enfrentó como esposa de militar, incluso demostrando mayor disciplina,
fortaleza de genio y entereza que su esposo, acertando completamente el pintor
en el sentido de excepción en la presentación de sus carácteres que antes apuntamos. Así, me parece pertinente el
mostrarles este ejemplo de identificación entre los retratos femeninos presentes en la exposición
permanente del Museo de Málaga. Genio y figura que recuperamos de entre sus
historias, completamente insospechada si nos atenemos a la primera impresión
de extrañeza que nos puede causar su visualización discordante entre tan pomposo atuendo
y un semblante tan adusto, que lo transmuta en ridículo disfraz en la hoguera de las vanidades decimonónicas.
Bibliografía:
DÍEZ, José Luis, Pintura
española del siglo XIX, del Neoclasicismo al Modernismo, Madrid, Ministerio
de Cultura, 1992, nº cat. 41, pp. 164-165.
DÍEZ, José Luis (Dtor científico). Pintura del siglo XIX en el Museo del Prado, Catálogo General,
Madrid, Museo Nacional del Prado, 2015, p. 533.
PALOMARES SAMPER, José Ángel, Fabulaciones sobre la mujer. La imagen femenina en las colecciones del
Museo de Málaga [Catálogo Exposición Museo de la Autonomía de Andalucía, Coria
(Sevilla), 10 de diciembre de 2009 – 28 de febrero de 2010], Sevilla,
Centro de Estudios Andaluces, Consejería de la Presidencia, Consejería de
Cultura de la Junta de Andalucía, 2009, pp. 40-41.
REYERO, Carlos, Fortuny
o el arte como distinción de clase, Madrid, Cátedra, 2017.
RIAÑO, Peio H., Las
invisibles. ¿Por qué el Museo del Prado ignora a las mujeres?, Madrid,
Capitán Swing Libros, 2020.
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